Primer premio
DE NOCHE
Todo empieza en lo invisible: en un temblor que no se ve, en un gesto automático, en una espalda que se tensa al caer la oscuridad. No está en los relojes, ni en las luces apagadas, sino en el cuerpo que recuerda, aunque la mente intente olvidar. La herida no es solo de quien la vivió, sino de quienes la habitan después, como ecos, como herencia.
La noche huele a asfalto mojado y a risas que no llegaron a ser. A promesas que se disuelven entre farolas, a taxis inmóviles junto a la acera como bestias heridas. Camino sola, otra vez, no para estarlo, sino para recordar que aún puedo elegir.
Que puedo reír sin explicar, bailar sin miedo, volver sin rendir cuentas. Pero la libertad se rompe al final de esta calle larga como un suspiro contenido, donde cada sombra parece llevar el nombre de alguien en quien ya no confío.
Me ajusto la chaqueta. No hace frío, pero algo en mí tiembla. No es el cuerpo: es el alma, encogida, alerta, cubierta con gestos aprendidos como un abrigo viejo. Las farolas lanzan su luz de papel, frágil como una mentira amable.
Yo ya lo sé. Sé que la violencia no siempre grita. A veces llega en voz baja. A veces sonríe. A veces pronuncia tu nombre como si eso bastara para domesticar el daño.
Mi hermana volvió una noche con los ojos llenos de astillas. No sangraba, pero dolía. No tenía moratones, pero el cuerpo le pesaba como si hubiera estado atrapada bajo el agua. Tenía diecinueve. Escribía versos que parecían respirar, hablaba con los perros de la calle como si fueran viejos amigos. Después de esa noche, se le apagó la voz. Se vestía como si su cuerpo fuera una amenaza. Lloraba donde nadie pudiera escucharla.
Tenía pesadillas que sabían a aliento ajeno y a miedo húmedo. Nadie pidió perdón. Nadie fue juzgado. Él siguió con su vida, como quien rompe algo y no se molesta en mirar atrás. Ella, en cambio, aprendió a sobrevivir fingiendo que estaba viva. Lo peor no fue lo que pasó, sino lo que vino después: las preguntas envueltas en duda, la violencia disfrazada de escepticismo.
“¿Por qué no gritaste?”
“¿Por qué no te defendiste?”
“¿Estás segura de que no dijiste que sí?”
Como si el dolor necesitara testigos. Como si el cuerpo tuviera que gritar para ser creído. Como si la verdad de una mujer siempre debiera someterse a juicio.
Y entonces me pregunto: ¿qué pasa cuando lo que le hicieron a mi hermana se convierte en mi forma de mirar el mundo? Pasa que cada mirada se convierte en un posible peligro. Que cada calle se transforma en un campo minado. Que el miedo no se hereda, pero se aprende como un idioma. Pasa que camino con las llaves entre los dedos, como garras. Que mi sombra camina antes que yo, midiendo, calculando.
Y no, no es justo.
No es justo que el miedo sea parte del legado.
Que nos vistamos con armaduras invisibles, mientras ellos caminan sin peso. Que tengamos que justificar nuestra rabia, nuestra tristeza, nuestro silencio.
Porque no fue solo mi hermana. Porque no soy solo yo.
Somos muchas.
Millones.
Mujeres que han vuelto a casa distintas.
Mujeres que se encogen sin saberlo.
Mujeres que aprenden a hablar más bajo, a caminar más rápido, a mirar menos. Que esconden su luz para no atraer miradas.
Y ellos tal vez nunca lo entiendan. Para ellos, la calle es un lugar. Para nosotras, una prueba.
Para ellos, volver es rutina.
Para nosotras, es una forma de resistencia.
Llego a casa.
Cierro la puerta con dos vueltas de llave, como si eso bastara para mantener el mundo afuera. Y me quedo quieta, escuchando si afuera el miedo aún respira.
No sé si fue buena idea salir, o si fue más valiente volver.
Ángela Robles Díaz
Jaén